No importa si se trata del cuarto o el quinto en el ránking de terremotos devastadores. Ha sido una catástrofe sin parangón para miles de personas, sobre todo –claro– para las que ya no pueden contarlo. Ha sido una catástrofe para la economía y la infraestructura japonesas; una catástrofe de tal envergadura, que es difícil prever cuál será la salida de la crisis postseísmo, y cuánto tiempo será necesario para devolver la normalidad a la zona afectada.
El terremoto está teniendo también consecuencias que van más allá de la materialidad, de las ruinas, de los muertos. Estamos asistiendo a uno de los momentos cumbre de la deshumanización de las almas (o como quieran llamarlo): millones de televidentes asisten impertérritos –como mucho, con un "Qué lamentable es todo esto" susurrado al aire– al espectáculo de muerte y putrefacción que nos ofrecen los medios. Uno podría pensar que las calles de todas las ciudades el mundo se llenarían de velas, recuerdos y oraciones por las víctimas, por sus familiares, por quienes lo han perdido todo. Uno podría pensar que las televisiones ocuparían buena parte de sus emisiones en la recolección de dinero, enseres, cualquier tipo de ayuda para paliar –si cabe– la desgracia de tanta gente. Grave error. Lo harán, por supuesto. No me cabe duda. Pero de momento parece que estamos todos hipnotizados con el espectáculo visual.
Las ondas del seísmo han llegado a todo el mundo y han vuelto a demostrarnos lo sencillo que es apagar el raciocinio de las masas, su capacidad de pensar, de hacer uso de la lógica. A falta de emociones por los muertos anónimos, los medios de comunicación se dedican a cultivar el miedo. Atávico, incivilizado, irracional. Las secuelas del terremoto en las centrales nucleares japonesas se han convertido en el pretexto perfecto para lanzar una nueva campaña de desinformación. ¡Qué oportuno, el mortífero temblor!
El complejo nuclear de Fukushima, situado a apenas 80 kilómetros del epicentro del terremoto, sufrió no sólo las consecuencias del mismo, también las del tsunami subsiguiente. Busco en las primeras páginas de los diarios titulares como estos:
Nos han apagado los cerebros.
En casos como el que nos ocupa, poco podemos hacer ante la furia desatada de la naturaleza. O casi nada. Sería absurdo culpar de las desapariciones de los trenes cargados de pasajeros que se llevó por delante la gran ola a los responsables del sistema ferroviario japonés, del mismo modo que sería absurdo renunciar a construir más trenes y líneas ferroviarias por ello.
Igual de absurdo es hacer responsable a la industria nuclear de... ¿hay ya datos sobre las víctimas que se ha cobrado el incidente de Fukushima? ¿Ya ha conseguido el concierto mediático que olvidemos las razones por las que existe un accidente nuclear clase 4 (lo dice la Agencia Internacional de la Energía Atómica) en Fukushima? ¿Nadie nos cuenta que, mientras todas las demás, repito, todas las demás, infraestructuras colapsaron enseguida, lo cual costó la vida a aún no sabemos cuánta gente, los protocolos de seguridad de esa central nuclear han permitido poner a salvo a cientos de miles de personas?
Las 26.000 víctimas que se cobró la rotura de la presa de Banquiao (China), lejos de suponer el fin de la construcción de presas hidroeléctricas, fueron el altísimo precio que se pagó en el proceso de mejora –en términos de estabilidad, eficiencia y seguridad– de ese tipo de infraestructuras. Las decenas de miles de vidas que se han perdido en los incontables accidentes de aviación no nos han llevado a renunciar a volar; todo lo contrario: gracias a esos accidentes, los aviones son cada vez más seguros, más fiables, más cómodos, más rápidos.
La lección de Fukushima –dura como pocas– no puede llevarnos a comportamientos viscerales: es nuestra razón lo que nos permite diseñar y fabricar ingenios nucleares, o de cualquier otro tipo. Es nuestra razón lo que nos permite hacerlo cumpliendo las más estrictas normas de seguridad y lo que –en casos extremos como el que nos ocupa– nos permite reinventar las técnicas y procedimientos empleados.
Las propuestas concretas procedentes de países como Austria o Alemania se me antojan llenas de sensatez y libres de maniqueísmos cobardes: reconsideremos nuestros sistemas de seguridad; revisemos –parándolas si es necesario– las centrales más antiguas o menos actualizadas; hagamos un alto en el camino, reconsideremos las razones por las que nuestro ingenio ha fallado y mejoremos lo que haya que mejorar. ¡No permitamos, en definitiva, que nos apaguen el cerebro!
© Desde el Exilio
LUIS I. GÓMEZ, editor de Desde el Exilio y miembro del Instituto Juan de Mariana.
El terremoto está teniendo también consecuencias que van más allá de la materialidad, de las ruinas, de los muertos. Estamos asistiendo a uno de los momentos cumbre de la deshumanización de las almas (o como quieran llamarlo): millones de televidentes asisten impertérritos –como mucho, con un "Qué lamentable es todo esto" susurrado al aire– al espectáculo de muerte y putrefacción que nos ofrecen los medios. Uno podría pensar que las calles de todas las ciudades el mundo se llenarían de velas, recuerdos y oraciones por las víctimas, por sus familiares, por quienes lo han perdido todo. Uno podría pensar que las televisiones ocuparían buena parte de sus emisiones en la recolección de dinero, enseres, cualquier tipo de ayuda para paliar –si cabe– la desgracia de tanta gente. Grave error. Lo harán, por supuesto. No me cabe duda. Pero de momento parece que estamos todos hipnotizados con el espectáculo visual.
Las ondas del seísmo han llegado a todo el mundo y han vuelto a demostrarnos lo sencillo que es apagar el raciocinio de las masas, su capacidad de pensar, de hacer uso de la lógica. A falta de emociones por los muertos anónimos, los medios de comunicación se dedican a cultivar el miedo. Atávico, incivilizado, irracional. Las secuelas del terremoto en las centrales nucleares japonesas se han convertido en el pretexto perfecto para lanzar una nueva campaña de desinformación. ¡Qué oportuno, el mortífero temblor!
El complejo nuclear de Fukushima, situado a apenas 80 kilómetros del epicentro del terremoto, sufrió no sólo las consecuencias del mismo, también las del tsunami subsiguiente. Busco en las primeras páginas de los diarios titulares como estos:
"La ordenación estatal del territorio y las normas de urbanismo no han servido para evitar la muerte de miles de personas y la desaparición de más de 10.000 en las zonas costeras del norte de Japón".
"La regulación estatal sobre construcción de viviendas no sirvió para paliar los estragos del seísmo japonés".
"Trenes desaparecidos, industrias químicas borradas del mapa, aeropuertos inutilizados, cientos de muertos en naves industriales: ¿dónde queda la labor protectora del estado?".
"Gracias a las magníficas medidas de seguridad de las centrales nucleares japonesas, y pese a la magnitud del terremoto, las autoridades logran poner a salvo a 200.000 personas. Continúan los trabajos para evitar escapes radioactivos y limitar su incidencia sobre las personas y el medio ambiente".
Los busco y rebusco, pero no los encuentro.Nos han apagado los cerebros.
En casos como el que nos ocupa, poco podemos hacer ante la furia desatada de la naturaleza. O casi nada. Sería absurdo culpar de las desapariciones de los trenes cargados de pasajeros que se llevó por delante la gran ola a los responsables del sistema ferroviario japonés, del mismo modo que sería absurdo renunciar a construir más trenes y líneas ferroviarias por ello.
Igual de absurdo es hacer responsable a la industria nuclear de... ¿hay ya datos sobre las víctimas que se ha cobrado el incidente de Fukushima? ¿Ya ha conseguido el concierto mediático que olvidemos las razones por las que existe un accidente nuclear clase 4 (lo dice la Agencia Internacional de la Energía Atómica) en Fukushima? ¿Nadie nos cuenta que, mientras todas las demás, repito, todas las demás, infraestructuras colapsaron enseguida, lo cual costó la vida a aún no sabemos cuánta gente, los protocolos de seguridad de esa central nuclear han permitido poner a salvo a cientos de miles de personas?
Las 26.000 víctimas que se cobró la rotura de la presa de Banquiao (China), lejos de suponer el fin de la construcción de presas hidroeléctricas, fueron el altísimo precio que se pagó en el proceso de mejora –en términos de estabilidad, eficiencia y seguridad– de ese tipo de infraestructuras. Las decenas de miles de vidas que se han perdido en los incontables accidentes de aviación no nos han llevado a renunciar a volar; todo lo contrario: gracias a esos accidentes, los aviones son cada vez más seguros, más fiables, más cómodos, más rápidos.
La lección de Fukushima –dura como pocas– no puede llevarnos a comportamientos viscerales: es nuestra razón lo que nos permite diseñar y fabricar ingenios nucleares, o de cualquier otro tipo. Es nuestra razón lo que nos permite hacerlo cumpliendo las más estrictas normas de seguridad y lo que –en casos extremos como el que nos ocupa– nos permite reinventar las técnicas y procedimientos empleados.
Las propuestas concretas procedentes de países como Austria o Alemania se me antojan llenas de sensatez y libres de maniqueísmos cobardes: reconsideremos nuestros sistemas de seguridad; revisemos –parándolas si es necesario– las centrales más antiguas o menos actualizadas; hagamos un alto en el camino, reconsideremos las razones por las que nuestro ingenio ha fallado y mejoremos lo que haya que mejorar. ¡No permitamos, en definitiva, que nos apaguen el cerebro!
© Desde el Exilio
LUIS I. GÓMEZ, editor de Desde el Exilio y miembro del Instituto Juan de Mariana.
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