Jamás he estado en Bagdad ni en ninguna otra zona de combate, como no sea con un joystick en la mano.
Pero, por los relatos de quienes sí han estado, puedo suponer que el soldado no es una maquinaria bien calibrada que actúa de forma calculada e infalible, sino un chaval rebosante de miedos que siempre preferirá matar a morir.
Y que por ello, en ocasiones, incurrirá en los errores terribles que Graham Greene atribuía al «factor humano» y que cualquiera que decida entrar en una zona de combate debe aceptar como gajes del oficio potenciales.
A ese «factor humano», a esa confusión sucia de matar por no morir que es el único ambiente posible donde gobierna la guerra, hay que vincular el tiroteo sufrido después de su liberación por la periodista Giuliana Sgrena.
Pretender que había un plan, que fue atacada de modo premeditado por su credo político, es tan audaz e interesado como decir que a kilómetro y medio de distancia, en lo más crudo del combate y de los miedos, un tanquista fue capaz de identificar por sus rasgos a un camarógrafo español y tomar la decisión de asesinarle a sangre fría.
Podemos acordar que quien ha padecido eso tiene el derecho terapéutico a decir lo que quiera sin que los demás, los que a esa misma hora estábamos en el bar de la esquina pidiendo unas gambas al ajillo, debamos contrariar su discurso por respeto al sufrimiento.
O podemos arriesgarnos a contrariar los dogmas de la tribu periodística planteando la hipótesis de que, en Irak, las muertes merecen o no la indignación de la inteligencia occidental en función de prejuicios políticos.
La propia Sgrena, a quien su drama le vale para confirmar el prejuicio personal de la maldad natural americana, ha dicho en entrevista reciente que en cambio tolera las violencias indiscriminadas de la resistencia porque no son sino «excesos propios de un tiempo de guerra».
Nimiedades, vaya.Entre esos «excesos», tolerables porque no los perpetran americanos, hay que incluir la decapitación de un colega suyo, también italiano, el ya casi olvidado Enzo Baldoni, que apenas atizó la indignación del oficio a pesar del corporativismo y para quien no queda nadie exigiendo justicia.
Y entre esos «excesos», también, hay que considerar las masacres cotidianas de civiles, de gente corriente que intenta construirse un porvenir, cometidas por asesinos en serie a los que la perspectiva politizada de la inteligencia occidental impide incluso llamarles terroristas sólo para no arruinar el prejuicio maniqueo del antiamericanismo. Resulta fácil decir lo siguiente desde el bar de la esquina, cuando a uno no le han matado a nadie. Pero esta misma interpretación tendenciosa se da en cómo recuerda el oficio a los dos periodistas españoles muertos durante la Guerra de Irak.
Sólo en el caso del que fue abatido por tropas iraquíes se dio por buena la explicación del «gaje del oficio», del «factor humano».
Y fue así porque no se le podía sacar beneficio político.